Aunque por suerte no hay mal que por bien no venga, mi paciencia extrema me llevó a ser una persona compulsivamente puntual.
Yo no hacía nada que esté fuera de las normas burocráticas. Pero mi paciencia era histérica. Por eso me molestaban soberanamente los ovarios que me hagan cosas que no haría. Nunca he hecho esperar a nadie, no valgo tiempo para que alguien aguarde por mí. Aunque también siempre elegí ser intolerante y echar culpas. Toda mi vida debí boletas, por mi poca paciencia claro, no soportaba hacer colas, y así se acumulaban meses de impuestos impagos. Continuamente andaba con infecciones urinarias, para mí siempre fue una pérdida de tiempo ir al baño, entraba y salía con los pantalones en las rodillas, y ni hablar cuando usaba cancanes, más complejo todavía, por eso no iba hasta no sentir una primera gota de pis. Por el mismo motivo era constipada, a veces hasta solía tener la panza dura e inflada como pelota de futbol.
Hasta no comía porque sentía que mi músculos mandibulares se cansaban, eso me aburría y también era malgastar el tiempo. Paradójicamente sufría el síndrome al que decidí llamar, “poco ingreso y poco de egreso”. Porque no entraba nada pero tampoco salía. Jamás pude tener el famosísimo orgasmo, nunca llegaba al estado que quería, así que otra vez ahí, mi Paciencia aguafiestas se agotaba y no terminaba con el cometido. La impaciencia me tenía siempre con mi pierna moviéndose hiperquineticamente. Era totalmente involuntario lo que sufría mi cuerpo. Me había desfigurado los nudillos de la mano derecha, mordía incesantemente, era adicta a mis dedos, a veces sangraban pero hasta el mismo dolor era anestésico. Y lo máximo fue cuando el labio se me cayó por morderlo tanto, ¡¡¡¡¡algo tenía que hacer!!!!! No existía la palabra Paciencia en el diccionario cotidiano de mi vida. Me irritaba hacer cola en el mercado, o farmacias con solo 2 cajeros para 50 personas, motivo por el cual comenzaba a criticar todas las capacidades de efectividad de los empleados. No tenía ni paciencia para hacer exámenes que requerían de 2 horas de concentración, yo los terminaba en solo 15 minutos y no por algún tipo de parecido con el cerebro de Einstein. Si alguien a quien esperaba llegaba tarde, me arruinaba todo el día.
Nunca supe que me llevo a ser así, quizás las aceleraciones del “rey de la impaciencia”, mi padre, que nunca toleró ver un auto delante de él a menor velocidad.
Sin más que hacer, fui a la iglesia para pedir si podían tirarme en la sien un poco de esa agua que le arrojaban a los futuros bautizos. Como había escuchado algo de que ésta era bendita le pregunte a un monaguillo que se me cruzo en el camino si no me daba una mano. Lo persuadí, fue y la robó mientras dos sacerdotes gordos charloteaban sobre la misa que iban a dar. El generoso chico mojo mi rostro y cabeza, diciendo las palabras que le indiqué: ¡¡¡¡Bendícela de paciencia!!!! Oh Señor Paciente.
Y desde aquella vez todo empezó a ser más didáctico y divertido. Cambié. Ya podía ir a hospitales, peluquerías, puestos de comidas rápidas, boliches, almacenes y kioscos. Ahora dentro de todas mis extrañezas, quedaba en cualquier cola, mirando el piso u observando a las demás personas, y éstos mirándome a mí. Mientras escuchaba Cacho Castaña conjeturaba, observando detalladamente cada individuo a mi alrededor: qué vestían, qué harían de su vida, qué problemas los aquejaría, dándome cuenta que algo compartía con cada uno de ellos. Una dolencia física que nos tenía en una guardia médica. O aguardando en una peluquería, yo y todos los de ahí estábamos buscando un cambio y así sentía que no perdía el tiempo con gente que conocía de algún modo.
Al año había cambiado tan drásticamente que me preocupé, y me dirigí a aquella iglesia para contarle a algún cura que ese joven monaguillo hacia milagros, y debía ser beatificado en vida inmediatamente.
Llegué, era a dos cuadras de mi casa y la iglesia no estaba, había una casa muy vieja de estilo colonial. Anonadada me fui de a poco alejando, volteándome velozmente para confirmar lo que estaba viendo, 5 metros, y giré!, 10 metros, y giré!, 15 metros, giré! Y la casa ¡¡¡seguía ahí!!!.
Trate de mudarme para no pasar más por ese lugar obsesivamente, pero el alquiler de mi casa estaba a mi alcance monetario. Todos los benditos días de mi vida, me preguntaba: ¿Quién me había ayudado?, ¿Qué había pasado con esa iglesia? ¿La habían demolido? ¿La trasladaron? ¿O hice un viaje en el tiempo pasado, o futuro tal vez?, ¿solo había sido un sueño que me sugestionó o mi sueño somatizó? Mi reloj craneal ¿estaba atrasado? Ante ninguna respuesta, comencé a disfrutar de mi nueva virtud positivamente tolerante. Si bien cada tanto visitaba iglesias y capillas, para encontrar al chico y el sacerdote, era feliz con mi nuevo poder.
Maria Eugenia Peralta
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