domingo, 22 de abril de 2012

LAS VIDAS EN LA MUERTE


Ya había recorrido 800Km conociendo ciudades, pueblos, gente, variedades de asfaltos, ripios, y calles de tierra. Todo parecía hermoso y en cualquiera de estos lugares me sentía a gusto, siempre me creí de todos lados y de ninguno, no sabía cuál era mi lugar. Es como el amor, nunca sabes cuándo estás enamorado, si existe el amor o solo es pasión en la intensidad de querer.                                                                                                                                           
Mientras viajaba me hacía muchas preguntas y mirando al noreste, sonreía aliviada, relajada, extasiada como nunca me sentí, libre, poderosa, una mujer que merecía ser respetada y valorada.                                                                                                               
Cuando llegué a una estación de servicio,  quedé perpleja ante una laguna de sangre y un cadáver mirándome en la baulera de mi jeep IKA. Lo primero que atiné a hacer era posar mis manos sobre su rostro para cerrarle los ojos, y que de ese modo, el pobre hombre que había llegado a mí por alguna razón, pueda descansar en paz y sin mirarme.                                           
El segundo paso era reportarlo a los playeros para que se comunicaran con alguna autoridad, pero era una estación vacía, silenciosa y algo tenebrosa. Los chicos muy tímidos con tonada pueblerina estaban horrorizados y a uno de ellos les temblaba las manos para discar los números en el teléfono y comunicarse con la comisaria del pueblo a 30Km de distancia. Mientras esperábamos que llegaran los policías, propuse a los chicos que nos sentáramos en el árbol aledaño a tomar unos tereres. Con muerto o sin muerto, hacían 45°C, y la sombra del aquel paraíso frenaba la transpiración.                                                      
Pasó una hora aproximadamente y cayó una cuadrilla, todos exaltados lo primero que hicieron fue preguntarme: ¿Quién era? A lo que respondí que no conocía al sujeto, y que yo estaba de viaje hacia 7 días. Colaboré en todo momento con los señores que al parecer me creían, pero tuvieron que trasladarme al pueblo para asentar en un papel todo lo que estaba diciendo en el medio de la nada con la tierra movida por aquel viento, de esos que llegan a silbar y parecerse a un instrumento. El cielo se veía cargado de agua por soltar.  Así que arranque mi vehículo, salude a los pibes que no sé porque me miraban con miedo. Viré el volante hacia la ruta, y detrás de mí, los tres autos de la policía civil.                          
Cuando encendí  el motor, inmediatamente subí el volumen a los parlantes,  puse Janis Joplin, y cantando con desenfreno en compañía del muerto, los 30Km de vacas y pobreza de paisaje se acortaron. Llegados todos al distrito les ofrecí ayuda para bajar el cuerpo, pero dijeron que de ninguna manera, así que me esposaron y mandaron de inmediato a una celda común.  
Mi viaje colorido de libertad y paz se truncaba abruptamente por una persona que yo no conocía y que al parecer fue asesinada. Ya me estaba enojando porque lo que por algún momento me pareció una película del género comedia, se tornaba en policíaco.  Me senté en la celda y pensé: ¿Dónde habrían estacionado mi jeep? ¿Todo esto que me estaba pasando era una broma pesada de alguien? Esperaba que no robaran mis pertenencias, y que me alcanzaran el celular para contarles a mis amigas la situación descabellada que estaba viviendo, en la prisión de ese pueblo de Catamarca.                                                                                              
Hasta que apareció un policía de bigotes y sus cejas haciendo juego y me dijo: ¿Qué necesita Señorita Levy? A lo que solicité un libro de crucigramas y autodefinidos para matar el tiempo, pero me dio una recomendación: Le aconsejo que llame un abogado en vez de tener una estadía lúdica aquí. Me puse seria, no me quedo otra opción ante el trato del policía que me hiso sentir pequeñita como enano de circo. Me preguntaron si no me había percatado por el olor a descomposición, pero con las latas de cervezas que me abría en cada parada el carro olía solo a cebada y quizás eso opacó lo rancio.                                                                                  
Por las rejas de una ventana que daba a la calle me observaba un búho sin pestañear y frente a él, pude sujetar un diente de león, lo mantuve en mis manos, lo miré, pedí deseos, muchos, y lo soplé hacia la cara inmutada de esa ave rapaz, a quien celaba porque ella podía estar afuera y tener toda esa libertad que yo había podido palpar unas horas antes.                                                                                                                                                    
Las horas pasaron, y el día terminó conmigo ahí dentro pasando frío, hambre, y sin nadie que se acercara a decirme si habían encontrado al asesino, si habían identificado el cuerpo, o si le habían hecho algún tipo de autopsia. Pero en ese pueblo vaciado e incompleto no había forense.                                                                                                            
 Al día siguiente un médico pudo determinar que al señor le habían clavado 101  puñaladas y que había fallecido hacia 7 días. Las heridas estaban realizadas con un cuchillo Tramontina de cocina, y en su brazo izquierdo un tatuaje decía, “Las Malvinas son argentinas”. El hombre pesaba unos 95 Kl, y media 1,59 Cm. Para mi suerte, por el peso del difunto descartaban la posibilidad de que haya cometido el hecho, porque no podría haberlo levantado; pero si, que el sujeto no habría podido defenderse por su obesidad. Una muerte violenta y sañosa, por la que se comenzaron a tejer hipótesis, entre ellas la de un crimen pasional. Me preguntaron ¿De dónde venía?  ¿Hacia dónde iba?, les dije de Córdoba y sin destino, para variar, no me creyeron. Mi altruismo se agotaba, pero al parecer estaba cada vez más complicada y encima incomunicada.                                       
Detalles ínfimos hacían de la ocasión, la ocasión, de noche solo escuchaba grillos, chicharras, y las voces de algún que otro joven alcoholizado regresando a su casa luego de bailar. Una mujer pariendo en esas celdas escatológicas, niños visitando a sus madres, y olores nauseabundos se habían impregnado en mis orificios nasales para no irse con ningún tipo de terapia.                                                                                                                        
Con paciencia origámica y observando a esta gente, pasé dos meses ahí. Ya nada me asombraba ni me dejaba estupefacta, pero me dejaron un poco autista y con más odio a los malditos policías.                                                                                                                          
Finalmente, apareció un juez diciéndome que me dejaba libre por falta de mérito, a pesar de que todas las pistas conducían a mí. Si el pobre viejo muerto era mi vecino, ¿Qué tenía que ver yo?, era solo una casualidad, la ciudad de Córdoba es chica, ¿Quién no tiene cuchillos tramontina en su casa? Seguramente también había millones de personas en el mundo que podían estar de viaje 7 días y a su vez morirse una persona hacia 7 días. Las incoherencias que planteaban no tenían gollete, yo no podía ni matar una mosca, y si lo hacía me largaba a llorar, como me pasó una vez, que mate sin querer un pececito del tamaño de mi dedo meñique y llore igual.

Maria Eugenia Peralta



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